John Steinbeck (1902-1968)
La realidad vista con
los ojos de un obrero
Por Dante Rafael Galdona
Twitter: @DanteGaldona
El trabajador que se transformó en artista. El hombre que vivió sus obras antes de escribirlas. John Steinbeck es el escritor norteamericano que mejor supo relatar la década del treinta en su país.
El artista de pico y pala
En la Nueva York de mediados de los años veinte casi nada de la vida diaria, la que nada tiene que ver con la bolsa y los mercados, hace presumir que pocos años después el mundo colapsaría, y el epicentro del caos sería Estados Unidos. Ajena al futuro amenazante comienza a elevarse sobre Manhattan la tercera construcción del Madison Square Garden, una megaestructura donde un ignoto obrero llamado John Steinbeck se gana la vida, a la vez que incorpora a su paleta de recuerdos las experiencias y padeceres de la clase trabajadora.
Antes, en el año 1902, había nacido en Salinas, California. Atravesó una infancia común, corriente y feliz. Su adolescencia, a pesar de algunas privaciones materiales, fue similar. Logró ingresar a la Universidad de Stanford pero abandonó a los tres años, una decisión tomada un poco por obligaciones económicas y otro poco por falta de interés en la vida académica.
Los crecientes problemas de subsistencia lo llevan a realizar todo tipo de labores, además de obrero de la construcción fue jornalero en todo tipo de trabajos rurales, mozo, guía turístico. Esas experiencias, sin dudas, fueron la materia con la que construyó su estilo literario. Casado en primeras nupcias y sin trabajo, sus padres le incentivaron la idea de escribir sus primeros textos, pero su comienzo en las letras no fueron auspiciosos, al menos comercialmente.
La gran depresión, esa gigantesca matriz de miseria, impacta en la formación ideológica de Steinbeck, lo que naturalmente se traslada a su obra como plagio de la realidad.
El reconocimiento le llega en la década del treinta y gana el premio Pulitzer en 1940. Su obra amontona las mejores críticas pero también las más despiadadas persecuciones políticas, al punto de ser tildado de comunista por el sector conservador de la sociedad, lo que en las circunstancias de tiempo y lugar era un problema grave para su seguridad personal y familiar. En 1962 le otorgan el Nobel, el que recibió tímidamente expresando sinceras dudas de merecerlo. En 1968 muere. Hoy su obra es indiscutible.
Pensar diferente en el país de la libertad
Abelardo Castillo relata un breve diálogo entre Humberto Costantini y un ignoto ocasional interlocutor en el cual éste se jactaba de ser un escritor “comprometido”, por lo que “Cacho” le recomendaba casarse ya que, según él, “se vive más tranquilo”. Estas exquisitas líneas ilustran un tópico común en el mundillo literario argentino de los setenta. La disputa entre el compromiso político y el compromiso artístico. Eternas discusiones que, si quisiéramos, nos remontarían a quién sabe qué momentos arcaicos de la literatura mundial. Podríamos empezar a nombrar a Gorki y Shólojov y todo el realismo socialista en contraposición del tradicionalismo ruso, o Boris Pasternak, o el arte considerado burgués como el surrealismo. Y si quisiéramos contextualizar la cuestión en Latinoamérica, podemos nombrar a Borges y a Galeano y empezar a elucubrar teorías que apunten a defender o a atacar desde el panfletarismo hasta la literatura de laboratorio, según de qué lado uno se ponga. Para resumir: en nombre del compromiso se han escrito los peores bodrios posibles y en nombre del ascetismo político también, por el contrario, los pensamientos políticos más recalcitrantes han producido obras de la más bella estética, incluso con contenido social. Louise Ferdinand Céline, un gran ejemplo. Por lo tanto, es hora de ir pensando que la literatura no depende de lo que piensan sus autores, sino de lo que a él le pasa cuando crea. Saber diferenciar autor de narrador sería un principio saludable.
Hasta ahora, Latinoamérica años setenta. Pero debemos irnos a Estados Unidos años treinta, y la cosa empieza a cambiar.
Si tenemos en cuenta los parámetros referidos, Steinbeck fue un escritor comprometido. Resulta algo arriesgado, con la historia política de este lado del mundo, decir que ser un escritor comprometido en Estados Unidos a mediados del siglo 20 era peligroso. Al menos para Steinbeck lo fue, y sería bueno imaginar qué pasaría en el imperio de la democracia si los artistas o pensadores como Steinbeck comienzan a brotar un poco más allá del máximo permitido, ese máximo que no reporta aún peligro para el statu quo. Volviendo a Steinbeck, era en el país de la democracia y la libertad donde se juntaban hordas de protohumanos a quemar sus libros, donde la sociedad lo aislaba al punto de impedirle la obtención de los más elementales bienes para su subsistencia.
Pero la historia pondría un manto de justicia y al fin el reconocimiento artístico llegaría a ocupar su merecido lugar.
En cuanto al reconocimiento personal, algunas contradicciones tornarían un poco más turbia la cuestión de su ideología. Tanto la profunda denuncia social con la que encaraba su tamática literaria, como su acercamiento a la URSS con un retrato audaz e indulgente del stalinismo, provocaron en Estados Unidos un odio hacia su persona que sólo disminuyó con la inexplicable defensa que hizo de la política militar estadounidense en Vietnam. Posicionamientos asombrosos y contradictorios que dejarían tanto a defensores como detractores perplejos y desorientados por igual.
El hombre lobo
Su prosa es esencialmente simbólica, con una fuerte impronta social y redentora de las clases sociales desfavorecidas. Por eso se lo acusó en su país de “socialista y perturbador”. A menudo se afirma que pertenece al realismo social norteamericano y que se inscribe dentro de la corriente filosófica del determinismo histórico. Para los que gustan de los compartimentos estancos en la literatura esta podría ser una descripción más o menos correcta. Pero por qué no tomar otros riesgos y sospechar que su literatura no debe todo a estas corrientes, y que algo en todos sus textos parece probar que ciertamente ese realismo exagerado es más bien un periodismo disfrazado, crónicas envueltas en ficciones, semblantes de personas que simplemente se le cruzaron. Por qué no evitar, por una vez, la perturbadora necesidad académica de catalogar.
Simbólica. Toda literatura esencialmente lo es.
Sentimental. Quién no lo ha sido alguna vez, y con peores resultados.
Determinista. Recordemos: California, 1930, obrero. Qué otra cosa podía pensar.
“De ratones y hombres”, una novela inspirada en el sacrificio y en el imperecedero y siempre inalcanzable sueño americano. Además, o mejor dicho, principalmente, una novela para comprender el sentido de la amistad.
Thomas Hobbes escribió que el hombre es el lobo del hombre. En “Las uvas de la ira” vemos actuar al hombre lobo.
Dos novelas fundamentales.